Rocío Sáenz: La pradera de los otros

El indomable jardín de una naturalista

Por Verónica López García



No tenemos praderas
que corten un gran sol al atardecer:
dondequiera que la mirada reconozca
un horizonte intruso 
será atraída al ojo de cíclope
de un pequeño lago. Nuestro país sin alambrados 
es un pantano que sigue encostrándose
entre sol y sol.

                 —Seamus Heaney



La sensual asimetría del mundo vegetal, el salvajismo domesticado de un jardín y la sinuosa composición de inesperados elementos figurativos habitan la misteriosa pradera creada por Rocío Sáenz. En ese paisaje, a mitad de camino entre la tundra de líquenes y el gris urbano de las azoteas, la artista abre también la puerta al imperio de la línea recta para permitirle entrar en pequeñas dosis, como si quisiera premiar y castigar a la vez la formalidad del lenguaje geométrico y figurativo.




La explicación de los hechos fundamentales de la biología que aportó Darwin con su teoría de la evolución introdujo nuevas maneras de hacer filosofía. Desde Aristóteles, la causa final sigue desempeñando el paradigma explicativo. Acaso por la familiaridad con la que aceptamos la complejidad inherente a los procesos de diseño en las artes y la técnica, se tiende a suponer, con torpeza, que la naturaleza exige la presencia y acción de un diseñador inteligente. En 1859 Darwin demostró que no funciona así, la vida se mantiene con inteligencia propia, esa que sigue siendo de muchas maneras insondable. 


 


La obra de Rocío Sáenz, como la de una naturalista, se atreve a lanzar preguntas a ese universo. Sus apuestas estéticas participan de las punzantes y energéticas lógicas de la naturaleza, siempre múltiple, y cuya verdad parece enredarse en el caos. 



El pliego infinito orgánico se vuelve un disparador para la artista. Ella se acerca al pulso creativo de la naturaleza a través de la combinación de técnicas, de la experimentación con los materiales, soportes e incluso con sus procesos creativos; diarios donde la escritura es la mirada, una ventana, el marco que la delimita es su bastidor, y las luces y sombras que la atraviesan –y se modifican con el movimiento del sol– son el sello, la impronta que se graba en el lienzo. 


En La invención de la soledad, Paul Auster escribió: “el lenguaje no es la verdad. Es nuestra forma de existir en el universo”, y para Rocío Sáenz la creación del suyo, de su verdad, la cual avanza entre vapores, colores y formas. En el cuerpo de obra de la artista, el pensamiento crítico y el pulso vital primigenio coexisten con gran tensión, combatiendo coreográficamente por el mando. 



Por un lado, la lectura que Sáenz hace de la realidad social y política le lleva a identificar y recrear los falsos liderazgos, carentes de proyecto de Estado, así como las crisis humanitarias que han supuesto los crímenes y desapariciones como la única herencia que recibimos en países como el nuestro. La potencia de su trabajo radica en la forma en que teje un estilo particular basado en su aguda visión sobre las crisis y el horror de la actualidad.  


En cada pieza hay un latido de voces manifiesto en formas aéreas, en diálogos sugeridos, en el suspenso de una palabra que se adivina, en lo críptico que puede resultar un objeto, una palabra aislada, suelta entre los verdes acuosos de un humedal, ecosistema que se acerca a la mente creativa de Sáenz. 


 

No más horizontes esperanzadores. Los ideales que históricamente empujaron proyectos políticos se han desgastado como un gis en el pavimento. Hoy, lo que pinta las calles es la sangre que producen los intercambios entre los poderosos. Sáenz tiene mucho por decir y lo hace a través de estas piezas, que revisitan y reconstruyen, una y otra vez, el origen. 


Ese principio está en el agua, a donde vuelve la artista. La alegórica pradera, la naturaleza, que insiste en someterse para convertirla en jardín, contiene la riqueza del humedal, del paisaje indomable, del temblor acuoso que vive en los verdes, en el vago humor que flota y en donde está, igual que en la superficie inundada, el latido vital. 



Arriba y abajo son lo mismo en cada pieza: la totalidad. En La pradera de los otros, el suelo se satura, el oxígeno se hace visible y se manifiesta en gestos vidriados, dando lugar a un ecosistema único, híbrido entre lo puramente acuático y lo terrestre. Sáenz es una artista anfibia, entra y sale con toda libertad de varios mundos, atraviesa continentes en los que siembra organismos para que nuestra mirada los descubra. 


La frustración que produce el entorno social explota en la mente de la artista en forma orgánica. Desde ese lugar construye un mundo poderoso, cuya latencia es la de la ciénaga y los pantanos arbolados, en donde, como en su obra, la vida nunca termina. 


Verónica López García


La pradera de los otros se expone hasta el 6 de junio en Casa Chihuahua. Libertad 901. Zona Centro, Chihuahua, Chih. México 


  

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