Texto de Lorena Peña Brito
Leer un texto de atrás para adelante. No en el sentido estricto, no la última palabra, luego la penúltima, la antepenúltima. Sino empezar por el último párrafo, ir hacia arriba, el que sigue. En busca de una apreciación otra de eso que ha sido dicho, pero esta vez envuelto en su inconsistencia, en la pérdida del rumbo. La confusión ante la desaparición del orden, de la perspectiva. Una especie de trance en el que algo del sentido inicial queda, de la cordura que en su fragmentación abre pupilas.
Habitar una casa es descomponer una y otra vez la dirección de un texto, el sentido del lenguaje. Durante esos días y esas horas, el andar entre una habitación y otra, los anales de tu historia revientan en nebulosa. Con el paso del tiempo nacen párrafos y rastros como signos de puntuación entre las esquinas; capas de polvo y ácaro, piel muerta. Una promesa de futuro. Y estas frases que descomponen enunciados de una planta arquitectónica se articulan y desarticulan en tu estancia, en la de los siguientes habitantes y sus pasos, cámaras de almacenaje de una historia personal y política.
Cápsula de la narración y migración. Un hogar es el centro de lo privado y algunas veces el vestigio de algo de lo que se nos priva. Desde hace poco más de cuatro años, Iván Trueta (Ciudad de México, 1977) ha visitado las casas que fueron habitadas por su familia en México, tras salir de España en la era franquista. Estas visitas son un recorrido antropológico para acudir a espacios en los que el relato ha sucedido y, en cierto sentido, aún sucede.
Los muros son hojas en blanco, arrumbadas, sobre las que se escribe una historia apócrifa. Si se cae uno de ellos brinca la desnudez obscena de lo que allí se guarda, entrepiernas esquinadas en las entrañas descubiertas de la recámara principal. Después de años, de décadas nacidas en el día cero en que un régimen hace estallar el rumbo familiar para desplazarse en derivas para siempre. No son hojas en blanco, son páginas avejentadas que guardan el trazo transparente de lo que se escribió allí con un puño pesado y tenso.
Este puño imaginario por ahí dio un golpe, o varios, enterró un clavo, rasgó la pintura como se rasga el lienzo en cada una de las líneas de un dibujo ennegrecido y obsesivo. La escritura tajante, que atraviesa páginas y veladuras enteras, es la memoria que busca aspirar las briznas del acontecimiento; a veces este es tan mínimo y tan significativo como abandonar un objeto íntimo —que también evoca el interior de un cuerpo— descarnar accidentalmente una pared, herirla.
La potencia del cine, como en los videos y filmes familiares, son los detalles inesperados, el control comprometido. El temblor de la imagen, difusa y abstracta que muestra accidentalmente pedazos de jardines y salas que al menos son honestos. Desdoblamiento tiene también la memoria, que tiembla y borra lo que se aleja, o lo irremediablemente encarnado. Abstrae la imagen para cambiarle el orden a un film hipotético que fabricas en el afanado ejercicio de reconstruir una historia. Pero también se agudiza en la reconstrucción del pasado y, como ahora, regresa en el ejercicio exhaustivo de reacomodar escombros en la polvareda, para que el fragmento resucitado vuelva gracias al ejercicio mental, quirúrgico y preciso. La potencia del esbozo del cuerpo que recuerda y anda.
Aquí el dibujo es espacio exiliar en el que el pasado deja un olor que no desaparece nunca. Desaparecen la línea cronológica y una suerte de verdad. El exiliante* nace todos los días en el presente y en el pasado al mismo tiempo, en el despojo que no termina, que sucede pese a todo. Cada imagen se vuelve una fotografía o, mejor aún, una toma fugaz, detenida y no congelada, en una película que estaba, está, estaba corriendo. Que se deteriora y se atrofia en el tiempo. Gris y negrura que son un llamamiento, lo que queda, como en las pupilas de los muertos. Un lugar de constancia abstracta y confusa, etílica, en la que un placer y un horror se encajan las uñas.
Este es un relato que empezó hace décadas, que empieza ahora. Ir de abajo hacia arriba, del centro hacia afuera, como ese auto que atraviesa la zona de tolvaneras, que entra a una visibilidad distinta, penumbra y vacío que habrá que recorrer y abrazar en su incoherencia, la pérdida del rumbo. La veladura y la memoria en torbellino, diablo de polvo, que remueve y superpone todos los espacios temporales.
* A partir de la investigación de José Hamra Sassón sobre la dimensión simbólica del exilio donde propone las figuras de exiliante y espacio exiliar. «Aquí hay un portaviandas», Portal Diecisiete, https://diecisiete.org/creacion/aqui-hay-un-portaviandas#_ftn3
[Curaduría y texto de Lorena Peña Brito]
La exposición estará abierta hasta el 12 de octubre de 2024, en Casa Impronta, Penitenciaría 414, Col, Mexicaltzingo, Guadalajara, Jal., México.
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